jueves, 19 de marzo de 2009

El Juárez de Eduardo Parra (II y última)


De santos y herejías

Por Eloy Garza González / MARZO 19, 2009
EL JUÁREZ DE EDUARDO PARRA (II Y ÚLTIMA)


Hace algunos meses tuve la oportunidad de estar en una cena en Metepec, Estado de México, en casa de un político municipal. En la sobremesa acabamos discutiendo sobre el Imperio de Maximiliano. El político, que también es maestro masón, me contó una de las tantas leyendas sobre Benito Juárez. Resulta que siendo hermanos masones, Juárez tuvo que pagar con su propia vida su sentencia de muerte en contra de Maximiliano, de manera que el Benemérito no murió de una angina de pecho, como lo cuenta la historia, sino que lo mataron, previo permiso suyo, minándole el organismo con dosis paulatinas de cianuro en su café, hasta que se murió el 18 de agosto de 1872.


Este es el tipo de leyendas, me contaba aquel político municipal, con el que se escriben las modernas biografías noveladas. “No todas”, le contesté. “Acaba de publicarse una novela biográfica sobre Juárez cuyo encanto literario no consiste en darle al lector dosis paulatinas de cianuro sino de tensión mental (porque lo que más se describe en sus páginas son los estados de ánimo del protagonista). La publicó un gran cuentista y novelista llamado Eduardo Antonio Parra. Se trata de hilvanar capítulos aislados, que avanzan para adelante y para atrás, y que recogen la atmósfera de un periodo histórico en la vida de su personaje principal: don Benito Juárez. Su autor pasa de la tercera a la segunda persona del singular con una soltura de mago y un dominio muy personal del oficio que no exhibe, como si lo hacen otros autores de su generación menos diestros, la carpintería de su arte narrativo.


El político municipal me dijo que le gustaría hablar con Parra para contarle sobre el inventario de algunos objetos y bienes que pasaron entre masones, de generación en generación, y que fueron propiedad personal de Juárez y Maximiliano. Por ejemplo, el propio político municipal era el dueño clandestino de la mesa de disección donde mal embalsamaron al malogrado Emperador austriaco; incluso aún estaban ahí en la madera las manchas indelebles de sangre real (porque la sangre de los príncipes no es azul como creen algunas señoritas).


Una intuición malévola me hizo primero caer en la tentación patriótica de denunciar al político municipal ante el Instituto Nacional de Antropología e Historia, y segundo (eso sí lo hice), fue esperar el momento oportuno cuando mi anfitrión se levantara al baño, para ponerle remedio a mis sospechas. Alcé rápidamente una esquina del mantel de la mesa donde cenábamos y entonces el corazón me dio un vuelco. Ahí estaba la madera sin tratar, las canaletas semi-inclinadas de hierro herrumbroso y las manchas de sangre esparcidas por el mueble, como señal evidente de que, por un lado, los libros de texto sí nos cuentan la verdad, y por otro, de que yo había tenido el muy pésimo gusto de cenar sobre una tabla donde se abrían en canal a los cadáveres, por muy ilustres que estos hayan sido.


A su manera, con su oficio bien curtido de novelista y con una técnica impecable que aplica ahora a la narración histórica, Eduardo Antonio Parra también se ha asomado debajo del mantel de la historia patria. Y lo que ha hallado bajo la tela, es más sorprendente que la mesa de disección del Emperador Maximiliano. Debajo del mantel de su novela, Parra se ha topado con un hombre a quien no ha necesitado maquillar como personaje extraordinario.


Por eso y muchas cosas más, esta obra de ficción que se asoma debajo del mantel, “pasará a los anales de la historia patria” (como suelen decir los historiadores cursis). El Juárez de Parra se puede tocar; se le sienten los huesos y los nervios, las articulaciones y el sudor escurriendo de su frente.


Pienso que en el comedor del político mexiquense, bajo el mantel que cubre la mesa de disección de Maximiliano, ahí donde le desfloraron al pobre príncipe las tripas y le cambiaron sus ojos color cielo por dos canicas, yace figuradamente el cadáver incorrupto y el rostro de piedra de todos los liberales y los conservadores que rodearon la vida de don Benito. Pero si levantamos el mantel que cubre la novela de Eduardo Parra, hallaremos en su esplendor eterno a don Benito Pablo Juárez García, nuestro Benito, ahí sí vivo, en carne y hueso, para salvar otra vez y hasta el infinito a este pobre y desvalido país.


Y entonces nos inundará esa grata sensación (que sólo la buena literatura da), de que el milagro de la imaginación revive a los grandes hombres, cuando se nos venga en gana y las veces que se nos antoje, que para eso nada más se metieron a este arduo oficio de fantasear novelas, escribientes tan virtuosos como nuestro amigo Eduardo Antonio Parra.



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